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  • Foto del escritorPresidio Yucatán

"Tuve que dejar mi tierra porque me iban a matar por ser un hombre trans"


Una cosa es que te discriminen por ser afro y otra que te discriminen por ser un hombre transgénero, ¿pero qué pasa cuando eres un hombre transgénero afro? Me llamo Víctor Manuel Cortez, tengo 34 años.


Soy líder social, defensor de derechos humanos, padre, trabajador, hombre transgénero y negro. Y esta es mi historia.


Empezó como un sentir. Mi mente de niño desconocía qué era. Pero siempre estuvo ahí, en la médula, desde el primer recuerdo de la infancia, aunque no sabía cómo llamarle. Era ‘algo’, una incomodidad. Recuerdo que aparecía cuando me negaba a ponerme un vestido o peleaba en la escuela porque me obligaban a usar falda.

También cuando me aburría jugando con muñecas y ollas. Y en general, cada vez que tenía que hacer esas cosas que no me gustaban pero que la sociedad ha dicho que deben hacer las niñas.


Ese sentir me animaba a hacer cosas que resultaban raras para los demás. Por ejemplo, a mí me gustaba andar sin camisa, con el torso descubierto, como los hombres que veía pasear por mi barrio. Pronto entendí que eso no era ‘bien visto’. “Así no se comportan las niñas”, me decían. Y yo solo pensaba en la incomodidad que me generaba esa palabra: niña.


Años después lo entendí todo. O casi todo. Estaba en plena adolescencia. Ya sentía atracción por las mujeres, pero ese sentir seguía en mí, indescifrable. Supe que una lesbiana es una mujer que siente atracción por otra mujer, pero yo no me consideraba una. ‘No soy lesbiana porque no me reconozco mujer, ¿entonces quién soy?’, pensaba.


Nací y me crié en Tumaco, Nariño, un territorio que históricamente de Colombia que ha padecido los enfrentamientos entre diferentes grupos armados. Allí, como en muchas partes del país, el conflicto ha cobrado la vida de miles de personas, entre ellas aquellas que vivieron violencias diferenciadas por ser mujeres, afros o indígenas.


En ese grupo también estamos las personas LGBTI. En Tumaco uno no puede darse la posibilidad de ser. Las orientaciones sexuales, identidades y expresiones de género diversas es mejor mantenerlas ‘enclosetadas’ porque hacerlas públicas, incluso con un gesto mínimo, te puede costar la vida. Y no es una exageración: muchas de las personas LGBTI que he conocido en mi territorio, con quienes compartí tantos espacios, han tenido que salir desplazadas y a otras las asesinaron.


El hombre afro que dice que le gustan otros hombres. El muchacho de la escuela que es amanerado. La mujer trans negra que anda por las calles. La mujer que en su comunidad confiesa que es lesbiana. Todos corren peligro porque se asume la heterosexualidad como ‘lo normal’ y un atributo esencial de las personas afro y cualquier expresión que no cumpla con ese binario masculino-hombre y femenino-mujer se percibe como una ‘desviación’.


Yo, por supuesto, no fui una excepción.

El machismo se ha encargado de hipersexualizar los cuerpos tanto de hombres como de mujeres afro. Por eso, la pregunta de las bocas inquisidoras me rondaba cada tanto por ahí: “¿cómo siendo una persona negra, siendo una mujer negra, que son tan ardientes y buenas amantes, te van a gustar otras mujeres?”. Y mi respuesta siempre era la misma: yo no soy una mujer, no me identifico así.


Para mí fue complicado. Yo, un hombre transgénero negro y heterosexual, quería vivir libre en Tumaco, sin cohibirme, y poder vestirme y comportarme como quería, y no como la sociedad ha dicho que debía hacerlo. Eso me trajo consecuencias dolorosas.


Primero fueron las amenazas.

A las personas LGBTI los grupos armados nos ponen a la misma altura de los jíbaros, los violadores y los asesinos, que son personas que sí dañan a la sociedad. Las ‘desviadas’, nos llaman. En los barrios circulaban panfletos en los que amenazaban con hacer ‘limpieza social’. “Vamos a matar a maricas, areperas y machorras”, se leía en el papel, y era inevitable llenarse de miedo. Para ellos, somos un problema que hay que erradicar. Nos consideran personas ‘corrompidas’, una ‘enfermedad’ que, según dicen, hay que evitar que se propague entre los pueblos. Esa es su excusa para violentarnos.


Yo, a pesar de todo, nunca renuncié a mi identidad. Me negaba a comportarme como una mujer, pues mi sentir, ese que me acompañaba desde muy pequeño, no tenía nada que ver con lo que la sociedad o los grupos armados esperaban de mí.


Cuando tenía 20 años la situación empeoró y fui víctima de violencia sexual. Es lo más fuerte que he vivido. Los agresores despojan a los cuerpos de su humanidad para subordinarlos y bajo esa idea perversa buscan ‘corregir’ a la víctima, encaminarla a esas ideas de la crianza patriarcal que les indican cómo deben ser los hombres y cómo deben ser las mujeres. A mí durante ese hecho me decían que lo hacían porque era mujer y tenía vagina e insistían en que mi biología no era la de un hombre. Hoy, aunque no los justifico, sí entiendo que ellos, mis agresores, también son víctimas de un sistema que nos ha obligado a ser y pensar de determinadas maneras y a apartar a quien se salga de esos ‘moldes’.


Tras ese episodio tuve un hijo, Willington, quien hoy tiene 14 años. Desde su nacimiento mi vida cambió y aparecieron nuevas preocupaciones. Por eso, no dudé ni un segundo cuando en mayo de 2014 tuve que huir de Tumaco.


Estaba a punto de cumplir 27 años y seguía con mis labores de liderazgo. Las amenazas de los grupos armados que rondaban el barrio no cesaban, pero yo no tenía a dónde más ir. Por esos días me habían invitado a participar en un diplomado de derechos humanos en Bogotá. Viajaba un lunes; tenía todo listo. Pero ocurrió lo que más temía: las amenazas dejaron de ser solo palabras.


El día anterior al viaje unos hombres armados se metieron a mi casa. Me querían matar por ser un hombre transgénero. En Tumaco, las casas suelen tener dos puertas hacia la calle. Ellos entraron por una y yo, por fortuna, logré salir a tiempo por la otra.


Finalmente viajé al diplomado en Bogotá. Ese día, sin saberlo, me fui de Tumaco para siempre. La violencia me obligó a hacerlo. Regresé al Pacífico, pero me instalé un tiempo en Cali, mientras veía qué podía hacer. Sin hallar respuestas, y con el corazón envuelto en muchas dudas, decidí trasladarme de nuevo a Bogotá, donde viví alrededor de tres años.

Haber tenido que escapar de Tumaco es mi segundo dolor más grande. Empezar la vida en otro lugar es una realidad que apenas estoy intentando superar; todavía me pesa. Es muy duro tener que salir así, huyendo por tu vida, dejando allá, en tu territorio, a tu familia, tus amigos, tu esencia, tus raíces, todo. Y luego llegar a una ciudad enorme, donde la vida también es complicada. La gente, el vivir, el buscar qué comer a diario.


De Tumaco, mi tierra, extraño el espíritu de colaboración de la comunidad, esa voluntad que se sobrepone a la violencia y te demuestra que todos estamos para todos, que somos una familia. Y de la ciudad, en cambio, me desilusiona el desapego, la idea de que cada quien se preocupa sólo por sí mismo y vive como puede.


A ese sentir que me acompaña desde niño le encontré un nombre en Bogotá.


Cuando estuve en la capital conocí a una persona que hacía parte de un colectivo que se llamaba Trans Popular. Conversábamos sobre nuestras vivencias. Él tenía mucho conocimiento sobre el tema. Hablaba de teorías académicas y usaba palabras que para mí en ese momento eran desconocidas. Ahí supe que mi sentir, en realidad, era mi identidad de género, la cual siempre me habló desde su naturaleza para indicarme que soy un hombre transgénero y que mi esencia trasciende mi apariencia y mis genitales.


Atando cabos sueltos y formándome, hoy puedo decir, además, que las personas afro LGBTI sufrimos una doble discriminación. La primera por nuestra orientación sexual o identidad de género y la segunda por nuestra raza. Esas circunstancias nos hacen más vulnerables porque la mayoría estamos en condición de pobreza, desempleo y desescolaridad.


¿Saben, por ejemplo, cuántas personas afro LGBTI se ven obligadas a callar su diversidad para acceder a sus derechos de forma efectiva?

Son cientas, se los aseguro.

Hay exclusión pues no se les permite acceder a estos derechos por identificarse como LGBTI y ser afrodescendientes, y también hay estigmatización cuando, si logran acceder a sus derechos, siguen siendo víctimas de prejuicios.


No es nada fácil andar este camino

Lo ‘negro’ siempre se ha asociado con lo malo: las ‘aguas negras’, la ‘oveja negra’, trabajar ‘como negro’, la mano ‘negra’. Ser blanco-mestizo, independientemente de si eres parte de la población LGBTI, te da unos privilegios que no gozamos las personas afro. Por eso, nuestra lucha es no naturalizar la discriminación en ninguna de sus formas.

Actualmente vivo con mi hijo; también con Ingrid, mi pareja, y su hija. Somos una familia de cuatro y nos queremos mucho. A ellos quiero darles el hogar que yo tuve, uno en el que nos apoyábamos en las adversidades y nos queríamos sin importar las diferencias.


Con mis hijos ha sido el más fácil de todos los procesos. Me dicen ‘pá’. Claro, no siempre fue así. En el caso de Willington, por ejemplo, al principio me decía ‘mamá’, pero lo hablamos y él empezó a entenderlo todo sin complicaciones. Para mí no hay mayor felicidad que verme reconocido en los ojos de mi hijo y el corazón me salta de alegría cada vez que me llama ‘papá’ y me dice que está orgulloso de mí y lo que he logrado.


Hoy reconozco que mi transición ha sido más fácil en la ciudad. Hace pocos días, y después de meses de espera con el apoyo de una fundación, recibí mi documento de identidad con la modificación de mi nombre y de mi género.


El plástico ya dice: “Víctor Manuel Cortez Rodríguez, masculino”.


Y aunque me habría gustado que dijera ‘transgénero’, como se ha dado en algunos casos, cuando me entregaron el documento sentí una emoción insuperable por lo que eso representa para mi identidad.


Actualmente trabajo una fundación privada de desarrollo social. Sigo vinculado a organizaciones desde las cuales adelantamos acciones por los derechos de las personas afro LGBTI. Esa siempre será mi bandera: alzar la voz por quienes hemos sido víctimas del prejuicio y educar para contrarrestar la discriminación.


A Tumaco no puedo regresar, al menos no por ahora.


Mis padres y mis hermanos sí viven allá. Yo volví hace unos años cuando murió una de mis hermanas, pero la Policía tuvo que escoltarme porque mi vida sigue corriendo peligro. Ese día me quedó claro que las vidas de mis familiares no están en riesgo y que el lío, en realidad, es conmigo y mi forma de vivir.


Extraño mi tierra todos los días. Pienso en su gente y su abrazo cálido. Anhelo regresar; volver a nadar en el puente de El Morro; jugar fútbol con mis amigos en los predios que son mera arena, y recoger plata entre todos para comprar gaseosa y galletas.

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